ACTIVIDADES PARA LAS SEMANAS DE MESES OCTUBRE - NOVIEMBRE Y DICIEMBRE
MATERIAL ANÁLOGO PARA TRABAJO EN CASA
Lengua Castellana y
Educación Religiosa |
|
DOCENTE O DOCENTES |
Juan Gabriel García
Peña |
GRUPO, GRADO O CICLO |
CLEI III
|
TIEMPO PARA DESARROLLAR |
Para trabajar meses: octubre,
noviembre y diciembre. |
INDICADOR DE DESEMPEÑO |
- Reconocimiento de los elementos fundamentales de la comprensión lectora. - Reconocimiento de
los elementos fundamentales para aprender
sobre el adecuado manejo de residuos en nuestro planeta. |
NÚCLEOS TEMÁTICOS
RELACIONADOS |
- Comprensión lectora. - Valores sociales y cuidado de la naturaleza. |
Tabla para saber fecha de entrega de talleres de Octubre-Noviembre 2020
Actividad |
Para desarrollar en la Semana |
Fecha de entrega |
Taller 1 |
del 12 de Octubre al 13 de Noviembre |
Viernes 13 de Noviembre |
Tabla para saber fecha de entrega de talleres de Noviembre-Diciembre
2020
Actividad |
Para desarrollar en la Semana |
Fecha de entrega |
Taller 2 |
del
16 de Noviembre al 4 de diciembre |
Viernes 4 de Diciembre |
Un saludo muy especial para todos
los y las estudiantes del CLEI III de la I.E. Barrio Olaya Herrera. Para los
meses de Octubre, Noviembre y Diciembre trabajaremos en las áreas de Lengua Castellana y Educación Religiosa, unos temas relacionados con las habilidades que
necesitamos para compartir en el hogar y con los demás, pero especialmente para
aportar al cuidado de nuestro planeta. ¡¡¡BIENVENIDOS!!!
TALLER 1: Un taller largo para trabajar
del
12 de Octubre al 13 de Noviembre
ATENCIÓN: ES UN TALLER DE COMPRENSION DE LECTURA, SE TIENE 1
MES PARA REALIZARLO
Cuento “Nuestro primer cigarro”
Horacio Quiroga (1879-1937)
Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a
María y a mí, nuestra tía con su muerte.
Inés volvía de Buenos Aires, donde había pasado tres meses.
Esa noche, cuando nos acostábamos, oímos que Inés decía a mamá:
—¡Qué
extraño!... Tengo las cejas hinchadas.
Mamá examinó
seguramente las cejas de tía, pues después de un rato contestó:
—Es cierto...
¿No sientes nada?
—No... sueño.
Al día
siguiente, hacia las dos de la tarde, notamos de pronto fuerte agitación en
casa, puertas que se abrían y no se cerraban, diálogos cortados de
exclamaciones, y semblantes asustados. Inés tenía viruela, y de cierta especie
hemorrágica que vivía en Buenos Aires.
Desde luego, a
mi hermana y a mí nos entusiasmó el drama. Las criaturas tienen casi siempre la
desgracia de que las grandes cosas no pasen en su casa. Esta vez nuestra tía
—¡casualmente nuestra tía!— ¡enferma de viruela! Yo, chico feliz, contaba ya en
mi orgullo la amistad de un agente de policía, y el contacto con un payaso que
saltando las gradas había tomado asiento a mi lado. Pero ahora el gran
acontecimiento pasaba en nuestra propia casa; y al comunicarlo al primer chico
que se detuvo en la puerta de calle a mirar, había ya en mis ojos la vanidad
con que una criatura de riguroso luto pasa por primera vez ante sus vecinillos
atónitos y envidiosos.
Esa misma
tarde salimos de casa, instalándonos en la única que pudimos hallar con tanta
premura, una vieja quinta de los alrededores. Una hermana de mamá, que había
tenido viruela en su niñez, quedó al lado de Inés.
Seguramente en
los primeros días mamá pasó crueles angustias por sus hijos que habían besado a
la virolenta. Pero en cambio nosotros, convertidos en furiosos robinsones, no
teníamos tiempo para acordarnos de nuestra tía. Hacía mucho tiempo que la
quinta dormía en su sombrío y húmedo sosiego. Naranjos blanquecinos de diaspis;
duraznos rajados en la horqueta; membrillos con aspecto de mimbres; higueras
rastreantes a fuerza de abandono, aquello daba, en su tupida hojarasca que
ahogaba los pasos, fuerte sensación de paraíso.
Nosotros no
éramos precisamente Adán y Eva; pero sí heroicos robinsones, arrastrados a
nuestro destino por una gran desgracia de familia: la muerte de nuestra tía,
acaecida cuatro días después de comenzar nuestra exploración.
Pasábamos el
día entero huroneando por la quinta bien que las higueras, demasiado tupidas al
pie, nos inquietaran un poco. El pozo también suscitaba nuestras preocupaciones
geográficas. Era este un viejo pozo inconcluso, cuyos trabajos se habían
detenido a los catorce metros sobre el fondo de piedra, y que desaparecía ahora
entre los culantrillos y doradillas de sus paredes. Era, sin embargo, menester
explorarlo, y por vía de avanzada logramos con infinitos esfuerzos llevar hasta
su borde una gran piedra. Como el pozo quedaba oculto tras un macizo de cañas,
nos fue permitida esta maniobra sin que mamá se enterase. No obstante, María,
cuya inspiración poética primó siempre en nuestras empresas, obtuvo que
aplazáramos el fenómeno hasta que una gran lluvia, llenando el pozo, nos
proporcionara satisfacción artística, a la par que científica.
Pero lo que
sobre todo atrajo nuestros asaltos diarios fue el cañaveral. Tardamos dos
semanas enteras en explorar como era debido aquel diluviano enredo de varas
verdes, varas secas, varas verticales, varas dobladas, atravesadas, rotas hacia
tierra. Las hojas secas, detenidas en su caída, entretejían el macizo, que
llenaba el aire de polvo y briznas al menor contacto.
Aclaramos el
secreto, sin embargo; y sentados con mi hermana en la sombría guarida de algún
rincón, bien juntos y mudos en la semioscuridad, gozamos horas enteras el
orgullo de no sentir miedo.
Fue allí donde
una tarde, avergonzados de nuestra poca iniciativa, inventamos fumar. Mamá era
viuda; con nosotros vivían habitualmente dos hermanas suyas, y en aquellos
momentos un hermano, precisamente el que había venido con Inés de Buenos Aires.
Este nuestro
tío de veinte años, muy elegante y presumido, habíase atribuido sobre nosotros
dos cierta potestad que mamá, con el disgusto actual y su falta de carácter,
fomentaba.
María y yo,
por de pronto, profesábamos cordialísima antipatía al padrastrillo.
—Te aseguro
—decía él a mamá, señalándonos con el mentón— que desearía vivir siempre
contigo para vigilar a tus hijos. Te van a dar mucho trabajo.
—¡Déjalos!
—respondía mamá cansada.
Nosotros no
decíamos nada; pero nos mirábamos por encima del plato de sopa.
A este severo
personaje, pues, habíamos robado un paquete de cigarrillos; y aunque nos
tentaba iniciarnos súbitamente en la viril virtud, esperamos el artefacto. Este
consistía en una pipa que yo había fabricado con un trozo de caña, por
depósito; una varilla de cortina, por boquilla; y por cemento, masilla de un
vidrio recién colocado. La pipa era perfecta: grande, liviana y de varios
colores.
En nuestra
madriguera del cañaveral cargámosla María y yo con religiosa y firme unción.
Cinco cigarrillos dejaron su tabaco adentro; y sentándonos entonces con las
rodillas altas, encendí la pipa y aspiré. María, que devoraba mi acto con los
ojos, notó que los míos se cubrían de lágrimas: jamás se ha visto ni verá cosa
más abominable. Deglutí, sin embargo, valerosamente la nauseosa saliva.
—¿Rico? —me
preguntó María ansiosa, tendiendo la mano.
—Rico —le
contesté pasándole la horrible máquina.
María chupó, y
con más fuerza aún. Yo, que la observaba atentamente, noté a mi vez sus
lágrimas y el movimiento simultáneo de labios, lengua y garganta, rechazando
aquello. Su valor fue mayor que el mío.
—Es rico —dijo
con los ojos llorosos y haciendo casi un puchero. Y se llevó heroicamente otra
vez a la boca la varilla de bronce.
Era inminente
salvarla. El orgullo, solo él, la precipitaba de nuevo a aquel infernal humo
con gusto a sal de Chantaud, el mismo orgullo que me había hecho alabarle la
nausebunda fogata.
—¡Psht! —dije bruscamente, prestando
oído— me parece el gargantilla del otro día... debe de tener nido aquí...
María se
incorporó, dejando la pipa de lado; y con el oído atento y los ojos escudriñantes,
nos alejamos de allí, ansiosos aparentemente de ver al animalito, pero en
verdad asidos como moribundos a aquel honorable pretexto de mi invención, para
retirarnos prudentemente del tabaco, sin que nuestro orgullo sufriera.
Un mes más
tarde volví a la pipa de caña, pero entonces con muy distinto resultado.
Por alguna que
otra travesura nuestra, el padrastrillo habíanos ya levantado la voz mucho más
duramente de lo que podíamos permitirle mi hermana y yo. Nos quejamos a mamá.
—¡Bah!, no
hagan caso —nos respondió, sin oírnos casi— él es así.
—¡Es que nos
va a pegar un día! —gimoteó María.
—Si ustedes no
le dan motivos, no. ¿Qué le han hecho? —añadió dirigiéndose a mí.
—Nada, mamá...
Pero yo no quiero que me toque! —objeté a mi vez.
En este momento entró nuestro tío.
—¡Ah! aquí
está el buena pieza de tu Eduardo... ¡Te va a sacar canas este hijo, ya verás!
—Se quejan de
que quieres pegarles.
—¿Yo? —exclamó
el padrastrillo midiéndome—. No lo he pensado aún. Pero en cuanto me faltes al
respeto...
—Y harás bien
—asintió mamá.
—¡Yo no quiero
que me toque! —repetí enfurruñado y rojo—. ¡Él no es papá!
—Pero a falta
de tu pobre padre, es tu tío. ¡En fin, déjenme tranquila! —concluyó apartándonos.
Solos en el
patio, María y yo nos miramos con altivo fuego en los ojos.
—¡Nadie me va
a pegar a mí! —asenté.
—¡No... ni a
mí tampoco! —apoyó ella, por la cuenta que le iba.
—¡Es un zonzo!
Y la
inspiración vino bruscamente, y como siempre, a mi hermana, con furibunda risa
y marcha triunfal:
—¡Tío
Alfonso... es un zonzo! ¡Tío Alfonso... es un zonzo!
Cuando un rato
después tropecé con el padrastrillo, me pareció, por su mirada, que nos había
oído. Pero ya habíamos planteado la historia del Cigarro Pateador, epíteto este
a la mayor gloria de la mula Maud.
El cigarro
pateador consistió, en sus líneas elementales, en un cohete que rodeado de
papel de fumar, fue colocado en el atado de cigarrillos que tío Alfonso tenía
siempre en su velador, usando de ellos a la siesta.
Un extremo
había sido cortado a fin de que el cigarro no afectara excesivamente al
fumador. Con el violento chorro de chispas había bastante, y en su total, todo
el éxito estribaba en que nuestro tío, adormilado, no se diera cuenta de la
singular rigidez de su cigarrillo.
Las cosas se
precipitan a veces de tal modo, que no hay tiempo ni aliento para contarlas.
Solo sé que una siesta el padrastrillo salió como una bomba de su cuarto,
encontrando a mamá en el comedor.
—¡Ah, estás
acá! ¿Sabes lo que han hecho? ¡Te juro que esta vez se van a acordar de mí!
—¡Alfonso!
—¿Qué? ¡No
faltaba más que tú también!... ¡Si no sabes educar a tus hijos, yo lo voy a
hacer!
Al oír la voz
furiosa del tío, yo, que me ocupaba inocentemente con mi hermana en hacer
rayitas en el brocal del aljibe, evolucioné hasta entrar por la segunda puerta
en el comedor, y colocarme detrás de mamá. El padrastrillo me vio entonces y se
lanzó sobre mí.
—¡Yo no hice
nada! —grité.
—¡Espérate!
—rugió mi tío, corriendo tras de mí alrededor de la mesa.
—¡Alfonso,
déjalo!
—¡Después te
lo dejaré!
—¡Yo no quiero
que me toque!
—¡Vamos,
Alfonso! ¡Pareces una criatura!
Esto era lo
último que se podía decir al padrastrillo. Lanzó un juramento y sus piernas en
mi persecución con tal velocidad, que estuvo a punto de alcanzarme. Pero en ese
instante salía yo como de una honda por la puerta abierta, y disparaba hacia la
quinta, con mi tío detrás.
En cinco
segundos pasamos como una exhalación por los durazneros, los naranjos y los
perales, y fue en este momento cuando la idea del pozo, y su piedra, surgió
terriblemente nítida.
—¡No quiero
que me toque! —grité aún.
—¡Espérate!
En ese
instante llegamos al cañaveral.
—¡Me voy a
tirar al pozo! —aullé para que mamá me oyera.
—¡Yo soy el
que te voy a tirar!
Bruscamente
desaparecí a sus ojos tras las cañas; corriendo siempre, di un empujón a la
piedra exploradora que esperaba una lluvia, y salté de costado, hundiéndome
bajo la hojarasca.
Tío desembocó
en seguida, a tiempo que dejando de verme, sentía allá en el fondo del pozo el
abominable zumbido de un cuerpo que se aplastaba.
El
padrastrillo se detuvo, totalmente lívido; volvió a todas partes sus ojos
dilatados, y se aproximó al pozo. Trató de mirar adentro, pero los culantrillos
se lo impidieron. Entonces pareció reflexionar, y después de una atenta mirada
al pozo y sus alrededores, comenzó a buscarme.
Como
desgraciadamente para el caso, hacía poco tiempo que el tío Alfonso cesara a su
vez de esconderse para evitar los cuerpo a cuerpo con sus padres, conservaba
aún muy frescas las estrategias subsecuentes, e hizo por mi persona cuanto era
posible hacer para hallarme.
Descubrió en
seguida mi cubil, volviendo pertinazmente a él con admirable olfato; pero fuera
de que la hojarasca diluviana me ocultaba del todo, el ruido de mi cuerpo
estrellándose obsediaba a mi tío, que no buscaba bien, en consecuencia.
Fue pues
resuelto que yo yacía aplastado en el fondo del pozo, dando entonces principio
a lo que llamaríamos mi venganza póstuma. El caso era bien claro: ¿con qué cara
mi tío contaría a mamá que yo me había suicidado para evitar que él me pegara?
Pasaron diez
minutos.
—¡Alfonso!
—sonó de pronto la voz de mamá en el patio.
—¿Mercedes?
—respondió aquel tras una brusca sacudida.
Seguramente
mamá presintió algo, porque su voz sonó de nuevo, alterada.
—¿Y Eduardo?
¿Dónde está? —agregó avanzando.
—¡Aquí,
conmigo! —contestó riendo—. Ya hemos hecho las paces.
Como de lejos
mamá no podía ver su palidez ni la ridícula mueca que él pretendía ser
beatífica sonrisa, todo fue bien.
—¿No le
pegaste, no? —insistió aún mamá.
—No. ¡Si fue
una broma!
Mamá entró de
nuevo. ¡Broma! Broma comenzaba a ser la mía para el padrastrillo.
Celia, mi tía
mayor, que había concluido de dormir la siesta, cruzó el patio y Alfonso la
llamó en silencio con la mano. Momentos después Celia lanzaba un ¡oh! ahogado,
llevándose las manos a la cabeza.
—¡Pero, cómo!
¡Qué horror! ¡Pobre, pobre Mercedes! ¡Qué golpe!
Era menester
resolver algo antes que Mercedes se enterara. ¿Sacarme, con vida aún?... El
pozo tenía catorce metros sobre piedra viva. Tal vez, quién sabe... Pero para
ello sería preciso traer sogas, hombres; y Mercedes...
—¡Pobre, pobre
madre! —repetía mi tía.
Justo es decir
que para mí, el pequeño héroe, mártir de su dignidad corporal, no hubo una sola
lágrima. Mamá acaparaba todos los entusiasmos de aquel dolor, sacrificándole
ellos la remota probabilidad de vida que yo pudiera aún conservar allá abajo.
Lo cual, hiriendo mi doble vanidad de muerto y de vivo, avivó mi sed de
venganza.
Media hora
después mamá volvió a preguntar por mí, respondiéndole Celia con tan pobre
diplomacia, que mamá tuvo en seguida la seguridad de una catástrofe.
—¡Eduardo, mi
hijo! —clamó arrancándose de las manos de su hermana que pretendía sujetarla, y
precipitándose a la quinta.
—¡Mercedes!
¡Te juro que no! ¡Ha salido!
—¡Mi hijo! ¡mi
hijo! ¡Alfonso!
Alfonso corrió
a su encuentro, deteniéndola al ver que se dirigía al pozo. Mamá no pensaba en
nada concreto; pero al ver el gesto horrorizado de su hermano, recordó entonces
mi exclamación de una hora antes, y lanzó un espantoso alarido.
—¡Ay! ¡Mi
hijo! ¡Se ha matado! ¡Déjame, déjenme! ¡Mi hijo, Alfonso! ¡Me lo has muerto!
Se llevaron a
mamá sin sentido. No me había conmovido en lo más mínimo la desesperación de
mamá, puesto que yo —motivo de aquella— estaba en verdad vivo y bien vivo,
jugando simplemente en mis ocho años con la emoción, a manera de los grandes
que usan de las sorpresas semitrágicas: ¡el gusto que va a tener cuando me vea!
Entretanto,
gozaba yo íntimo deleite con el fracaso del padrastrillo.
—¡Hum!...
¡Pegarme! —rezongaba yo, aún bajo la hojarasca. Levantándome entonces con
cautela, senteme en cuclillas en mi cubil y recogí la famosa pipa bien guardada
entre el follaje. Aquel era el momento de dedicar toda mi seriedad a agotar la
pipa.
El humo de
aquel tabaco humedecido, seco, vuelto a humedecer y resecar infinitas veces,
tenía en aquel momento un gusto a cumbarí, solución Coirre y sulfato de soda,
mucho más ventajoso que la primera vez. Emprendí, sin embargo, la tarea que
sabía dura, con el ceño contraído y los dientes crispados sobre la boquilla.
Fumé, quiero
creer que cuarta pipa. Solo recuerdo que al final el cañaveral se puso completamente
azul y comenzó a danzar a dos dedos de mis ojos. Dos o tres martillos de cada
lado de la cabeza comenzaron a destrozarme las sienes, mientras el estómago,
instalado en plena boca, aspiraba él mismo directamente las últimas bocanadas
de humo.
Volví en mí cuando me llevaban en brazos a
casa. A pesar de lo horriblemente enfermo que me encontraba, tuve el tacto de
continuar dormido, por lo que pudiera pasar. Sentí los brazos delirantes de
mamá sacudiéndome.
—¡Mi hijo
querido! ¡Eduardo, mi hijo! ¡Ah, Alfonso, nunca te perdonaré el dolor que me
has causado!
—¡Pero, vamos!
—decíale mi tía mayor— ¡no seas loca, Mercedes! ¡Ya ves que no tiene nada!
—¡Ah! —repuso
mamá llevándose las manos al corazón en un inmenso suspiro—. ¡Sí, ya pasó!...
Pero dime, Alfonso, ¿cómo pudo no haberse hecho nada? ¡Ese pozo, Dios mío!...
El
padrastrillo, quebrantado a su vez, habló vagamente de desmoronamiento, tierra
blanda, prefiriendo para un momento de mayor calma la solución verdadera,
mientras la pobre mamá no se percataba de la horrible infección de tabaco que
exhalaba su suicida.
Abrí al fin
los ojos, me sonreí y volví a dormirme, esta vez honrada y profundamente.
Tarde ya, el
tío Alfonso me despertó.
—¿Qué
merecerías que te hiciera? —me dijo con sibilante rencor—. ¡Lo que es mañana,
le cuento todo a tu madre, y ya verás lo que son gracias!
Yo veía aún
bastante mal, las cosas bailaban un poco, y el estómago continuaba todavía
adherido a la garganta. Sin embargo, le respondí:
—¡Si le
cuentas algo a mamá, lo que es esta vez te juro que me tiro!
¿Los ojos de
un joven suicida que fumó heroicamente su pipa, expresan acaso desesperado
valor?
Es posible. De
todos modos, el padrastrillo, después de mirarme fijamente, se encogió de
hombros, levantando hasta mi cuello la sábana un poco caída.
—Me parece que
mejor haría en ser amigo de este microbio —murmuró.
—Creo lo mismo
—le respondí.
Y me dormí.
ACTIVIDAD: Después de leer el cuento
“NUESTRO PRIMER CIGARRO” de Horacio Quiroga, responde:
1. Escribir 8 ideas importantes de la biografía del
autor.
2. Explicar muy bien: Cuál es la introducción, cuál el
nudo y cuál el desenlace de la historia.
3. Explicar muy bien: Qué tipo de narración presenta
el texto? Sustenta tu respuesta con ejemplo textual.
4. Explicar muy bien: Qué personajes hacen parte del
relato? Cuáles son principales, cuáles secundarios y cuáles referidos?
5. Describe según el texto aquellas marcas que revelan
el carácter infeccioso de la enfermedad.
6. Con quiénes vivían Eduardo y María?
7. Con qué elementos construyó la pipa Eduardo?
8. María inventa una rima jugando con el nombre del
tío Alfonso. Cuál era?
9. Indica el conflicto y la resolución sobre la
relación de Alfonso y Eduardo.
10. Qué opinión te merece la actitud adoptada por
Eduardo?
11. Señala en las siguientes oraciones el sujeto, el
predicado, núcleo del sujeto (NS) y núcleo del predicado (NP)
·
Los
jóvenes subieron al autobús rápidamente.
·
El
automóvil freno en seco.
·
Me
compré una máquina de escribir.
·
Choque
contra un semáforo.
·
La
lámpara cayó al suelo.
·
El árbitro
pito el final del encuentro.
·
La
escalera mecánica se estropeo.
·
Este
dentífrico contiene mucho flúor.
·
Guardan
algunos objetos en el baúl del desván.
·
Ismael
ira de vacaciones a Madrid.
·
Fuimos
a la óptica de mi tío.
·
El
ladrón huía de la policía.
·
El
huésped desapareció sin pagar.
CIBERGRAFÍA:
https://www.literatura.us/quiroga/cigarro.html
https://memoriaspedagogicas.es.tl/CLEI-III.htm
https://sites.google.com/site/corproe2018/sociales-clei-iii
LA DIGNIDA HUMANA.
La DIGNIDAD es una cualidad que tienen todas las personas, que las hace valiosas, importantes y respetables por el hecho de ser personas. Somos valiosos por existir y somos insustituibles, por ello merecemos: protección, respeto, ayuda y amor.
Kant insistía en la diferencia que hay entre las personas y las cosas. Mientras que las cosas tienen un precio porque son intercambiables, las personas tenemos dignidad porque somos únicas. Kant llamaba dignidad a este valor infinito que cada ser humano posee y que nos diferencia de los objetos.
La evolución de la dignidad
Durante muchos siglos se pensó que no todos éramos iguales. Poco a poco, gracias a filósofos, a la reflexión y a muchas personas luchadoras, se impuso la idea de la igualdad. Al principio sólo tenían dignidad las personas “importantes”, aquellos que tenían una especie de título que les hacía merecer respeto.
En el siglo XVIII se reconoció que todos los seres humanos tenemos dignidad, somos únicos y merecemos respeto por ser personas.
La dignidad nos obliga a: 1. Respetar la dignidad de los demás; 2. Respetar mi propia dignidad.
Respetamos la dignidad cuando respetamos los
derechos humanos.
Los derechos humanos.
Son Derechos
fundamentales:
·
Acceso a los bienes materiales
·
La libertad
·
La igualdad
·
La seguridad
·
La Paz
1.
Investiga quien fue Mahatma Gandhi y cuáles fueron sus
principales contribuciones frente a la promoción de los derechos humanos
2.
Describe un ejemplo de alguna situación vivida o conocida en la
que no se respetaron los derechos fundamentales.
3.
Escribe dos ejemplos donde se evidencia la violación a los
derechos fundamentales en tu país.
4.
¿Cuáles son los valores que hacen falta en nuestra sociedad para
garantizar el respeto por la dignidad humana?
5.
¿Qué es para ti la justicia? ¿Cómo crees que se debería emplear?
¿Cuál es la problemática que vive el país, en lo referente a la justicia?
6.
¿Qué piensas sobre la frase “Justo no es que todos ganen lo
mismo, lo justo es que todos tengan la misma oportunidad”
7.
Si tuvieras la oportunidad de ser el dirigente de tu ciudad, que
cambiarías, que acciones implementarías para garantizar la justicia y el
respeto por la dignidad humana.
8.
¿Cuáles son tus actitudes del día a día, que demuestran el
respeto por la vida y la dignidad de las personas con quienes convives??
9.
Elabora un Grafiti donde resaltes el respeto por la vida de los
demás.
Cibergrafía
https://lourdescardenal.com/2018/09/16/tema-1-la-dignidad-humana/
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